martes, 29 de enero de 2013

El Paraiso



Su mamita le había dicho, que allí había trabajo para todos y él la creyó.
Llevaba años planeándolo. Conseguida la doble nacionalidad, ya era americano, contaba con 1000$ que guardaba en el catre.
No lo dudó, él iría primero hasta juntar algunos pesos, trabajando en lo que fuera.
El pasaje lo cambió por el reloj de oro de su padre y soñaba cada noche con partir hacia la libertad. Lloró en cambio, al contemplar el malecón. Quizá fuera la última vez. 
Ante él, el océano parecía más grande, mientras lo atravesaba a bordo de un carguero con destino al paraíso.
La luna lo ilumina, como si quisiera protegerle y el agua parece plata andante. No hay límites. Sólo él, cielo y tierra. Y hasta donde alcanza la vista, mar salada.
Se hace de día y las voces de los compadres le despiertan. Huele a café quemado. El rugido de máquinas parece advertirle. ¡Mejor darse de la vuelta!
Adormilado, se incorpora. Le duele todo, después de haber dormido sobre el macuto. Al fin consigue abrir los ojos y descubre una raya en el horizonte. Dicen que es tierra firme. En una hora desembarcan.
Nervioso comprueba una vez más, que el fajo de billetes sigue dentro de su camisa. Ignorante, lo saca y cuenta. Alguien le observa, pero él no lo nota.
Ruegan paciencia, al atravesar la línea que separa la borda del mostrador de inmigración. Hay que guardar cola. 
Cuando supera la cadena divisoria, entrega el pasaporte que es chequeado en detalle. ¡Cuantas veces soñó con el ruido, que por millonésima vez hacen a diario, al estampar el sello!. Esta vez era real. Complacido lo guarda y se dirige a la salida.
Tiene América ante él, pero ni siquiera la ha visto. Antes tiene que atravesar muchas barreras. Hileras de personas se amontonan, haciendo difícil el tránsito.
Pasillos estrechos llenos de puertas que se abren y cierran, no indican hacia donde conducen. Algunas pone, prohibido el paso. Quizá sea mejor no saberlo. Huele a humanidad.
Pero él es libre y anda orgulloso. Sólo mira una vez hacia atrás, para despedirse del carguero y del pasado.
Ya les están esperando, para el traslado al barrio donde residirán. Alojamiento y comida, están garantizados. Desde el escaso espacio en el camión, contempla las calles que transcurren una tras otra paralelas. No hay perspectiva, solo líneas rectas.
Hoy compartirá cuchitril con litera y letrina. Éstas componen su hogar, en la tierra prometida.
Necesita dormir. Apoya la cabeza en la almohada, mientras acaricia su dinero. Piensa que mañana se irá, en busca de algo mejor.
Desde la litera superior, unos ojos le observan.

Eva García Romo. Madrid, 28 de Enero de 2013

jueves, 17 de enero de 2013

La perdí como un guante







Hace diez años que se fue. Con ella se llevó sus cosas y mi felicidad.

Hacía calor en la sala y decidí salir a fumar.-¡Ya ni en la cafetería!-, mascullé. Y allí estaba. No la había vuelto a ver hasta esta mañana, en la sala donde descansa su cuadro favorito. El de ambos.

Avancé asustado. De repente algo me desconcertó, rompiendo la estética del lugar. Brillaba en el suelo, junto a ella. Parecía rosa. Sí, lo era. ¡Cómo le gustaban! Tenía de todos los colores; Yo se los traía, a la vuelta de cada exposición. Soñaba con regresar y extenderlos por sus dedos insinuantes. El recuerdo me produjo placer y me avergonzó.

Entonces me agaché y confiado en no ser reconocido, le dije: "Hace años perdí la felicidad, de la misma manera que Vd acaba de perder este guante".

Ella me sonrió y dijo: "¡Gracias Juan, pero ya no uso guantes!



Eva García Romo - 17 de enero de 2013

 

Por qué escribo

Escribo

Escribo, porque escondo poemas en mi libreta del colegio.
Escribo, porque te admiro en un ensayo, después de escucharte en la universidad.
Escribo, porque las misivas que envío por el mundo, me acercan a los que quiero y los siento menos lejos.
Escribo, porque me gusta robar otras vidas.
Escribo, porque necesito expresar lo que siento y no puedo contárselo a nadie.
Escribo, porque me sobran las palabras.
Escribo, porque me siento perdida y los renglones me muestran el camino.
Escribo, porque prefiero decir con palabras lo que siento.
Escribo, porque es más fácil decir "Te Quiero" en una tarjeta plegable.
Escribo, porque os leo insaciable, e intento imitaros con ahínco.
Escribo, porque aprendo cada día y quiero superarme.
Escribo, porque me relaja, tanto si estoy triste como alegre. 
Escribo, porque alguien dijo que es antioxidante.
Escribo, porque respeto la literatura y me gusta rozarla con los dedos.


Pero sobre todo escribo, porque me apetece compartir mis historias con vosotros.


Eva García Romo, 17 de enero de 2013

domingo, 13 de enero de 2013

Salomé



No creo que importe demasiado, pero me llamo Abel Martín Sousa y antes de mi retiro "voluntario", impartía seminarios de literatura por todo el mundo. Pero esta es mi historia con Salomé.

La observaba cada día, al salir de clase. Siempre sola, delgada, con pantorrillas marcadas y melena rubia.
Iba cargada de libros, que leía sin parar. Nadie hablaba con ella, excepto yo. Le gustaba la novela de terror y por eso asistía a mi seminario sobre el mal. Jamás participaba, aunque yo la animaba inútilmente a hacerlo.

Ciertamente, tenía un aire siniestro tras su mirada azul, que consiguió seducirme muy pronto. Recuerdo que cuando ella pasaba, su perfume dejaba rastro a vainilla.
El resto de mis alumnos, la odiaban.

Una tarde, decidí seguirla a cierta distancia. De lejos, me pareció incluso más alta. Quizá fuera su abrigo, que marcaba una silueta más que insinuante.
Por fin, entro en un portal. Esperé unos minutos y la imité. No había luz, lo que hizo que me asustara al oír un chillido, que parecía de mujer. Mientras caminaba a trompicones, pulsé el interruptor de la luz y oí unos tacones sobre el mármol. De repente, una sombra estilizada se abalanzó sobre mi. Desprendía un olor, que me resultó familiar. Algo contundente me golpeó y caí.

Abrí los ojos. Estaba tumbado en una cama, que no conocía. Ni siquiera recordaba, como había llegado hasta allí. Me dolía la cabeza, que toqué. Estaba sangrando.
La voz de Salomé sugirió, que mejor me estuviera quieto. Ella me curaría. ¡Que otra cosa podía hacer, atado y desorientado!

No sabía cuanto tiempo había transcurrido. Traté de averiguarlo sin éxito, viendo mi muñeca sin hora. Reconozco, que al verla inclinada sobre mi, tampoco quería saberlo.
Cuando terminó la cura, le pregunté qué hacía yo allí y ella se disculpó. - Ha sido mi madre, le golpeó con una sartén, esta loca. Sabe, tiene la manía de atarle. Para qué no se caiga de la cama.... No tuve tiempo de sujetarla. Por eso no tengo amigos, ni viene gente a casa. No debió de seguirme hasta aquí -.
Avergonzado, me excusé. - No te preocupes, le dije. ¡Yo me lo busqué!. En un rato me espabilo y me voy.  ¡Mañana nos habremos olvidado de este tema! -.
Salomé río a carcajadas y se marchó. Apoyé la cabeza de nuevo, estaba tan cansado......

Volví a despertarme y tuve la sensación que llevaba días sin hacerlo. Incluso semanas. Ya no me dolía la cabeza, pero estaba atontado.
Mi ropa era distinta. ¿Qué hora será? - pensé. Mi muñeca seguía desnuda y cada vez más flaca. Me incorporé y vi una maleta, era la mía. Pero, ¿cómo había llegado hasta allí?. Mis bolsillos continuaban vacíos. No encontré las llaves de casa. 
La puerta de la calle esta cerrada. Intento abrirla y salir. Miro por la ventana.

Fuera de la habitación, no se oía nada. - La madre loca habrá salido - pensé - y Salomé estará en clase.....¿Qué clase? -. Con dificultad, llegué al pasillo y recorrí la casa. Tardé poco. Sólo había una habitación más y una cama. Junto a ella, un armario. En el interior la ropa de Salomé que yo, bien conocía. De repente, una foto sobre el escritorio llamó mi atención. Un señor con bigote, vestido de oficial  me observaba, y debajo una dedicatoria: - "Cielo, mamá cuidara de ti desde el cielo. Te quiere, papa" -. 

El girar de una llave me asustó. Me sentí descubierto. Ahí estaba, como siempre cargada de libros. El sonido de los tacones y su aroma a vainilla, me devolvieron a la realidad.

Una vez más sonrió con su mirada siniestra, que fulminaba. Yo, sin preguntar, me dirigí a mi cuarto. 

Desde ese día, sé que la amo. Pero nunca se lo diré.


Eva García Romo
Madrid, 13 de enero de 2013

El Reloj Desmayado

Todos los días llega tarde. Contempla su reloj de esfera blanca y corona dorada. Pide disculpas tímidamente, a la vez que lo pone en hora, y explica teorías sobre el tiempo.
Pero hoy ha llegado antes que nosotros. Nos sorprende como observa la cadena leontina, de la que ya no se columpia el reloj. El no está. Le ha dejado. Ya nada le sale bien.
Desde que el reloj partió, su vida no anda.

Éste, en cambio es feliz. Libre, lejos de ese bolsillo raído y oscuro. Se desmayó en los escalones que trataron de acogerle, para que no estuviera tan desvaído. Monsieur Rousseau lo contempla perplejo y recoge, cuidadosamente. Antes, comprueba que funciona y le acaricia la cara, con un pañuelo de seda blanco. El reloj observa a su alrededor estupefacto, a la vez que agradece sentir un tacto tan delicado, que le hace entrar en calor. - ¡Maldito mármol, siempre helado!- Ahora recuerda el tiempo que estuvo tirado en el suelo y trataba de incorporarse, sin éxito. Casi le dieron ganas de abrazarle, con sus negras y finas manecillas. Nunca antes, le habían tratado así.
Monsieur Rousseau se hubiera quedado con él, al ver como le miraba; De no ser porque descubrió en el reverso de la esfera, unas iniciales: EG (Edilberto González).

Pero ya no es suyo. El reloj apunta con sus manecillas a Monsieur Rousseau, implorando que le acoja. Edilberto consigue finalmente separarles y lo ajusta fuertemente a la cadena, de la que nunca debió separarse.
Se oye un gemido de la corona, mientras éste le aprieta contra la anilla, condenándole de nuevo a su dueño.

Al día siguiente, la maquinaria volvió a funcionar. Pero el reloj se paró y nunca volvió a palpitar. Ni siquiera acariciar la corona, consiguió motivarle y devolverle la vida. Las manecillas inertes, caían fulminadas a ambos lados de su cara, envueltas en lágrimas que flotaban en la esfera. Los números gigantes,  prácticamente se habían borrado. Nunca más fue suyo. El y su espíritu se quedaron congelados con Monsieur Rousseau.

Eva García Romo
Madrid, 13 de enero de 2013