Los relatos de Salinger comienzan de una forma de lo más intrascendente. En el caso de «Un día perfecto para el pez plátano», «la chica de la 507» espera una llamada en la habitación del hotel desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Salinger aprovecha ese lapso para, con un impresionante resumen de sus actividades, retratarnos a la antagonista del relato.
Con un resumen, un juicio de valor por parte del narrador y el principio de una escena, una voz cargada de ironía nos presenta a alguien a quien no podemos dejar de representarnos. Aun estando en las musarañas al empezar a leer, nos saltaría a la vista el pincelito de uñas, los pelos del lunar, la forma en que la chica coge el cenicero repleto y lo lleva al nuevo escenario, el del teléfono.
Hasta ahí, y en el principio de la conversación de la chica con su madre, todo es tan insoportablemente intrascendente que si no fuese por la fina ironía y la plasticidad narrativa del lenguaje el lector se asfixiaría. No es que no pase nada, es que lo que pasa, aquello sobre lo que el narrador deposita su lupa y su audífono, es absolutamente superficial, nimio. A partir de aquí, se intercala la charla superficial con alusiones veladas al marido de la chica (también mediante un tono de lo más frívolo y superficial). Se nos dice —del modo entrecortado y casual en que se suministra la información en un diálogo que no parece estar dirigido al lector— lo suficiente para que intuyamos la situación en que se encuentra la pareja, pero no lo bastante como para conocer el estado real de Seymour Glass. La información está sesgada y, además, distorsionada por el punto de vista de la madre de Muriel y de Muriel misma, que no parece dar mayor importancia a lo que ocurre.
Este diálogo cumple dos funciones narrativas fundamentales:
1. Hacernos empatizar con el protagonista. No se nos presenta directamente, y sin embargo nos podemos hacer una idea de lo que puede suponer para alguien cultivado y sensible, a quien un buen día han puesto un fusil en las manos y han enviado a la guerra, regresar a un ambiente en el que sus seres queridos dan más importancia a un vestido de noche, que a las secuelas psíquicas devastadoras que participar en una guerra pueda haber causado en él.
2. Hacernos dudar de si Seymour Glass es realmente un loco peligroso, es decir, situarnos en el punto de vista de una sociedad burguesa interesada en guardar las formas a toda costa y en la que estar deprimido, hablar de la muerte y hasta permanecer en la playa en albornoz te convierten en alguien digno de desconfianza incluso —y sobre todo— para tus seres más cercanos.
Es decir, nos deja situados en un incómodo y paradójico segmento ético en el que empatizamos con el protagonista y a la vez desconfiamos de él. Se nos revela este como una sombra misteriosa e inquietante que agita los puntales en los que se asienta nuestra normalidad, que nos sitúa en esa frontera difusa entre la supuesta cordura de una sociedad vacía y la locura lúcida de quien ha visto la realidad y la muerte en estado puro.
Después de que esa sombra se cierna sobre nuestras cabezas, el texto nos cambia radicalmente de escenario y de personajes. Aparece una niña de «omóplatos delicados como alas» pronunciando el nombre prohibido del protagonista. En su boca, nos inquieta aún más.
No nos queda otra que estremecernos y escandalizarnos cuando el joven coge un tobillo de Sybil o le dice que se acerque más para mirar el color del bañador o le comenta que está muy guapa o le da celos contándole que ha estado con otra niña o la coge de la mano para llevarla al mar o le habla de los peces plátano o la lleva un poco más adentro o la tumba en el flotador y la empuja o ella le dice que no la empuje más allá o vuelve a cogerla por los tobillos o la llama «amor mío» o le coge un pie y lo besa... Si os fijáis, todos actos empáticos y amigables y que sin embargo nos parecen los preliminares perversos de un pederasta.
El autor delata así al lector, manipulándolo y llevándolo a placer por los entresijos de sus propios prejuicios y escrúpulo bobalicón. Esa incomodidad, ese misterio que gravita sobre quien no se atiene a la «normalidad», nos impide disfrutar de lo que, visto a posteriori, resulta una bellísima escena de complicidad y empatía entre un adulto y un niño, una isla de autenticidad, mansedumbre, humor, equilibrio y creatividad en medio del océano de falsedad, rabia, monotonía, desequilibrio y falta de imaginación donde chapotean, aturdidos, todos los adultos que los rodean.
Pero todo esto solo se nos va a revelar en la última secuencia. A quien pega un tiro Salinger, realmente, es a nuestra estupidez por haber estado desconfiando del protagonista durante toda la narración, por haber estado leyendo el relato en clave de intriga, de misterio, cuando de lo que habla es de la tragedia y de la soledad de quienes, habiendo llegado a un estadio de conocimiento y de contacto con la realidad superior a la media, no se resignan a vivir en una sociedad estúpida, superficial y cobarde que es en realidad la que pervierte a la infancia (a sus propios hijos) y les arrebata día a día toda su frescura, la imaginación, la percepción sensorial, el ingenio, la inteligencia y el placer. Esta narración me parece una buena muestra del misterio que sobrevuela todos los relatos de Salinger, que apunta al lugar donde habitan nuestros peores fantasmas, aquellos que no se pueden ver ni tocar. La inquietud que provoca la sistemática ruptura de nuestros esquemas mentales, la entrevisión de una realidad más lúcida, más cortante, más ajena a nuestras cómodas inclinaciones. Una realidad donde quien en un principio calificaríamos de loco peligroso no es sino la única persona cuerda —junto con los niños— en un mundo de adultos estúpidos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario