domingo, 27 de octubre de 2013
El broche sonriente
Me llamo Brooch, pero todos me llaman broche.
No soy de oro, aunque brillo cuando me da la luz. Una hilera de piedras pequeñas rojizas se extienden por mi lomo, como si fueran rubíes. Sólo unas cuantas perlas rellenan mi sonrisa. En mi dorso, un frío alfiler me ataba a mi dueña.
Siempre he vivido incrustado en un trozo de tela, aunque acabé en una sucia vitrina de un prestamista avaro.
Mejor os cuento mi historia. Viví en la solapa de Lady Hussey, al sur de Londres en la Inglaterra de 1890. Aunque tenía muchos, yo era el favorito y ocupaba un lugar preferente en su pulcro joyero. Fui el último regalo que le hizo su esposo.
Lady Hussey tenía dos hijas, de las cuales adoraba a la menor. La señorita Helen era educada y Cortés al igual que su madre. Ésta le prometió que cuando muriera, yo pasaría a atravesar su solapa. Recuerdo como me acariciaba, cuando Lady Hussey se lo permitía. Las perlas que me adornaban, casi se salían de mi boca.
Lamentablemente una mañana de enero se llevó a la señora, testando a favor de sus dos hijas por igual.
Helen confió en su hermana, firmando sin leer los detalles y Bárbara, falsificando éstos, paso a ser única heredera. Helen tuvo que irse. Antes suplicó a su hermana, que le permitiera conservarme, pero ésta se lo negó.
Nunca salí del joyero. Bárbara me consideraba una vulgar baratija.
Pero el destino cambió. Helen buscó al albacea de su madre y le convenció para que retomara el caso. Bárbara fue acusada de estafa. No sólo tuvo que devolver a Helen lo suyo, sino que ingresó en prisión. La mala vida la llevo a la ruina, teniendo que empeñar todos sus bienes. Incluyéndome a mi.
Cuando Helen entró en el cuarto de su madre, lloró. Solo polvo y trastos inservibles. Ni rastro del joyero.
Y así es como acabé, encima de un fieltro rojo en la balda de un escaparate. Mi dueño me maltrata. Ya me veo mal colocado en la solapa de uno de esas mujeres que frecuenta, si no me vende antes claro......
Pero hoy Helen esta delante de mi. Duda si soy yo, ¡No me extraña, ya no brillo tanto...! Y mi sonrisa se ha borrado tras las escasas perlas que conservo. Angustiado intento levantarme, arrugando el fieltro descolorido. Ese que adorna la tumba donde reposo. Pero es en vano. Ni siquiera verla, hace que mi rictus se contraiga.
- ¡Vamos, no te vayas! ¿Es que acaso no me reconoces?.
Por fin gira y decide entrar. Sigue teniendo el mismo porte que su madre.
El usurero feliz me agarra con sus dedos grasosos, mostrándome al posible comprador.
Helen sonríe y a mí se me caen las perlas de la risa.
Eva García Romo, 23 de octubre de 2013
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